Por Raúl Degrossi
Leemos en La Nación de hoy este artículo de Luis Gregorich reflotando un lugar común clásico de la intelectualidad de derecha, cuyos orígenes se remontan al primer peronismo: cuando la política se mete en la casa, divide a las familias.
Las anécdotas (reales o imaginarias) del autor son cercanas a muchas que todos hemos presenciado o protagonizado, con una frecuencia cada vez mayor desde el 2003. Todos tenemos seguramente un conocido o pariente que vivió aquéllos años de la Argentina peronista de 1946 en adelante, y recuerda que por entonces pasaban cosas similares.
¿Cuál es entonces el hilo conductor de ese comportamiento, que desvela a Gregorich sin que acierte a comprender por qué se produce?
Que la política entra en los hogares porque volvió a ocupar un lugar importante en la sociedad, y esa importancia desborda a todos los ámbitos sociales, aun al propio ámbito familiar.
Y lo hace porque volvió no desde cualquier lugar (en definitiva, en la implosión del 2001 tuvo centralidad en la vida de los argentinos, por las malas), sino desde el cuestionamiento de los poderes reales, desde el hacerse cargo de los problemas, impulsando transformaciones concretas que impactan en la vida cotidiana; demostrando que tiene esa inmensa potencialidad. Ese será, en un balance de perspectiva histórica, el mayor aporte de Néstor Kirchner en su paso por la historia argentina; trascendiendo quizás a los logros concretos (no pocos) de su presidencia.
Pero Kirchner lo hizo además develando el revés de la tramoya, los titiriteros ocultos tras bambalinas que son los que, en definitiva, decidían el rumbo del país. Desde el ya famoso "¿qué te pasa Clarín?" para acá, nadie podrá llamarse a engaño acerca de cuáles son las fuerzas que interactúan con el sistema político, e inciden en sus decisiones, sin someterse jamás al escrutinio de la voluntad popular.
Y es allí donde el análisis de Gregorich revela toda su pobreza conceptual: en esa óptica, el conflicto es disfuncional a la política, y ésta se reduce al juego de las fuerzas o estructuras políticas formales que compiten por ese poder formal expresado en las instituciones. Su referencia a la situación española lo desnuda: ¿por qué no habrían de ser capaces de acordar Zapatero y Rajoy, si el primero ejecuta desde el gobierno las mismas políticas salvajemente neoliberales y de ajuste que el segundo sugiere desde la oposición?.
El fracaso de los gobiernos europeos de la denominada "Tercera Vía" -con Tony Blair a la cabeza- para escapar al catecismo neoliberal del FMI y la banca internacional (del cual aquí vivimos una versión módica en el gobierno de la Alianza), no sería objetable para Gregorich porque fueron capaces de "dialogar", es decir aceptar el sentido común hegemónico de los poderes reales, que le imponen a la política un severo corralito: hay cosas de las que no se puede hablar, hay límites que no se pueden transgredir, hay rumbos que no se pueden abandonar.
En los tiempos del alfonsinismo y la vuelta a la democracia, esta endeble perspectiva intelectual del proceso político (que en otros casos como el de Marcos Aguinis alcanza un vuelo poco mayor que el de una conversación de peluquería) construyó el discurso oficial y desatinos históricos, como la teoría de los dos demonios (que el articulista repite en la nota con el ejemplo de las bombas guerrilleras y los desaparecidos); pero cuando la realidad se complejiza se revelan menos eficaces para interpretarla.
Ni siquiera refutaremos aquí los lugares comunes del más rancio anti-peronismo en que incurre Gregorich en la nota, como parangonar la muerte del médico Ingalinella en Rosario (al fina y al cabo, el único crimen poilítico que pudieron enrostrarle al primer peronismo) a manos de una policía brava, con el bombardeo de una ciudad con el propósito de matar a un presidente constitucional y tomar el poder por asalto.
Con las diferencias de escala y de perspectiva histórica de ambos procesos, a esa versión de la política como una amable reunión de señoras a la hora del té, la hicieron saltar por los aires Perón en 1945, y Kirchner a partir del 2003. También la Unión Democrática prohijada por Braden fue un intento de superar "la división de los argentinos", o "unirse en defensa de la democracia", como postula el documento opositor firmado días atrás.
En ambos casos el país real, el de la gente de a pie, pasaba por otros lados (afortunadamente); y estos intelectuales "políticamente correctos" nunca lo comprenderán, seguirán añorando "repúblicas perdidas" sin preguntarse por qué se perdieron, o peor aun: sin entenderlo. Intelectuales políticamente correctos que escriben en los diarios de la oligarquía argentina (aunque les moleste que se les recuerde esa circunstancia, como le pasa a Gregorich) precisamente porque sus plumas son funcionales a sus intereses.
Los argentinos estaremos unidos cuando todos tengamos garantizado un piso minimo común de derechos, y resueltos los problemas centrales de la subsistencia; cuando a nadie le falte trabajo, vivienda, salud, educación, cuando se distribuya más equitativamente la riqueza.
Y aun entonces, seguramente se sentirán fuera de la "unidad nacional" quienes tuvieron que ceder privilegios y resignar posiciones de poder, para que esos derechos sean realidad. Y tratarán por todos los medios de reconquistarlos.
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