Leemos con enorme satisfacción la noticia de la aparición de Víctor Martínez, el testigo clave en la causa en la que se investiga el asesinato del bispo de San Nicolás, Carlos Ponce de León, durante la dictadura militar; episodio que tiene fuertes analogías con la muerte del obispo riojano Enrique Angelelli.
En este caso la respuesta de los organismos de seguridad del Estado estuvo a la altura de las circunstancias, para evitar que se repitiera la triste historia de Jorge Julio López; quien aun continúa desaparecido.
Sin embargo, eso no nos debe hacer perder de vista la necesidad de garantizar eficazmente la protección de los testigos que deben declarar en las causas por delitos de lesa humanidad -o evitar su revictimización a través del posible contacto con sus victimarios, como ha sucedido en estos días en Santa Fe con el ex juez Víctor Brusa- , como también de agilizar las causas para llegar con más celeridad a las condenas, sin desconocer todo lo avanzado en estos años al respecto.
Del mismo modo, es imprescindible una investigación exhaustiva del secuestro de Martínez, para identificar a sus responsables -que no deben ser ajenos a la causa en la que atestigua- y llevarlos ante la Justicia.
Estos hechos demuestran que, contrariamente a lo que se suele sostener, la decisión política del gobierno nacional de impulsar -desde el 2003 en adelante- las causas por las violaciones a los derechos humanos durante la dictadura, tiene riesgos y costos; en primer lugar para las propias víctimas y testigos, en segundo lugar para buscar torcer esa voluntad y consagrar la impunidad.
Por eso más allá del desenlace feliz de este caso, hay que estar alertas, porque quienes no vacilaron en segar las vidas de una generación para imponer un proyecto político, no van a vacilar hoy en utilizar todos los medios que tengan a su alcance para garantizar su impunidad por las atrocidades cometidas.
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