LA FRASE

"QUE DESDE LA VICEPRESIDENCIA SE SOSTENGA UNA AGENDA QUE NO SEA LA DEL GOBIERNO ES ALGO QUE NUNCA SE HA VISTO." (JULIO COBOS)

viernes, 13 de enero de 2012

SEÑAL DE AJUSTE


Por Raúl Degrossi 

"Ajuste" es la palabra del momento: ocupa los principales titulares de Clarín y La Nación, encabeza todos los discursos de la izquierda y de algunas fracciones del sindicalismo como la CTA de Micheli.

No es un dato menor que la oposición "tradicional" (el radicalismo y los residuos del peronismo disidente) se hayan llamado a silencio sobre el punto: además del papelón electoral, hablar de "ajuste" para ellos es un tema incómodo, porque tienen demasiados esqueletos en ese placard.

Para la izquierda, en cambio, el asunto es diferente, porque son históricamente inmunes a los resultados electorales (al punto de haber festejado como un logro el 2,48 % de Altamira), y la oportunidad es harto propicia para reflotar la eterna cantinela y anunciar -por enésima vez- la inminencia del estallido social. Sumen a eso errores no forzados del gobierno como la ley antiterrorista, y tienen para todo un año de editoriales en Prensa Obrera.

Lo curioso del caso (o no tanto) es que a los medios hegemónicos y ciertos grupos de intelectuales o autodenominados tales (alguna vez alguien deberá decir donde está la Facultad en la que se otorga el título), la  cuestión del "ajuste" les viene también como anillo al dedo para machacar sobre el remanido tema de la impostura kirchnerista: se acabó la fiesta -tal el slogan al uso- y ahora nos la harán pagar, y si es necesario, se caerán las máscaras y habrá represión.

Fraseología de Sociales al margen, más o menos lo mismo que dice la izquierda; a la que sin embargo habrá que reconocerle la virtud de la coherencia: siempre dicen lo mismo, sin importar circunstancias de tiempo y lugar, y todos los gobiernos y todas las políticas son lo mismo para ellos: son también inmunes a las complejidades de lo real.

Para cierta intelectualidad de la progresía (y cierto periodismo de ese palo), la cuestión del "ajuste" les permite expiar culpas por la incomodidad a la que los ha sometido el kirchnerismo todos estos años, exponiendo sus miserias e incoherencias, y sorprendiéndolos in fraganti con compañías indeseables; a las que sin embargo buscaron solitos: de lo contrario, habría que creerle a Lanata cuando dice que no le quedó más remedio que recalar en los medios del Grupo Clarín. 

Para los medios en cambio el tema del ajuste les permite exhibir la profecía autocumplida de la irracionalidad intrínseca del experimento kirchnerista: como expresión genuina del pensamiento de derecha que son (y como parte concreta del poder real de la Argentina), vinieron machacando por años sobre lo funesto de las principales premisas del rumbo económico seguido desde el 2003; y creen ahora llegado el momento de exhibir -por fin- un pronóstico certero que los redima de tantas predicciones fallidas, o asistir a un rotundo giro a la derecha de Cristina, rendida ante la evidencia de que contra las leyes sagradas de la economía y el mercado no se puede, diría Cachanosky. 

No exentos del deseo íntimo (a veces trasuntado en las entrelíneas de títulos y zócalos televisivos) de que el volantazo sea tardío, y todo estalle por los aires, y se lleve puesta a la anomalía kirchnerista, en un revival del 2001; única forma de dejar definitivamente atrás los resultados del 23 de octubre y sus consecuencias políticas, algo decisivo sobre todo para ellos y sus intereses.

Pero volviendo al tema del ajuste, hace un tiempo planteaba yo la necesidad de apuntar a mejorar el nivel del debate político, para salir de la guerra de trincheras en que parece estar; y no simplificarlo al extremo de caer en la guerra de consignas: de un lado gritan "ajuste", y del otro respondemos "profundización del modelo", y pocas veces se termina entendiendo de que se habla; menos cuando hay cierta tendencia a confundir objetivos con instrumentos, y cuesta descender de las grandes abstracciones, a las cosas concretas.

En ese contexto, no es menor apuntar el hecho de que no se palpa un clima social de "ajuste": la gente protestará porque se eliminan los subsidios, o no se reajusta el mínimo no imponible de Ganancias (para el que le toca, claro), pero veranea, se compra autos, sale a comer afuera, compra lo que puede o le alcanza, en síntesis: sigue viviendo más o menos como hasta el 23 de octubre, sin la sensación de la inminencia de un desastre.   

No faltará quien diga que hay parte de una burbuja consumista que se niega a aceptar la realidad, y otra de sentimientpo piadoso hacia Cristina por sus problemas de salud, que sofrena las críticas: una especie de "efecto viudez" recargado, una estupidez según la cual las desgracias personales terminan trayendo finalmente suerte en política. Algo de esto hay en la crispación que provocó en los medios el anuncio de que al final Cristina no tenía cáncer, y las suspicacias que levantaron algunos dirigentes opositores como Binner. 

Sin embargo, en tiempos menemistas ambos climas coincidían dramáticamente: privatizaciones, despidos, protestas, piquetes, reestructuración brutal de la Argentina post peronista (en nombre del peronismo) mas a fondo aun que en la dictadura, convivían con una euforia consumista de vastos sectores sociales, que evocaba a los tiempos de la plata dulce de Martínez de Hoz, y la sensación extendida de haber sido transportados al primer mundo.

Para cualquiera que intente un paralelismo burdo con la actualidad, las diferencias son importantes en el plano económico, pero siderales en el plano político: hoy desde la conducción del Estado no hay intención de dejar caer a nadie afuera del sistema social, productivo y laboral.  

En la asignación de centralidad al ajuste (además de intereses concretos) hay varias sustracciones de partes importantes de la realidad, sin las que poco se puede entender: la crisis económica internacional -que ya tiende a ser endémica y más temprano que tarde se hará sentir en el país-, de que hablamos cuando decimos que el kirchnerismo recuperó la primacía de la política, y como sus ocho años en el poder han producido transformaciones que marcaron un piso sobre el que estamos todos parados, y que cualifica los reclamos.

Así vemos que hoy se habla de "ajuste" cuando discutimos por la participación de los trabajadores en las ganancias de las empresas, la suba del mínimo no imponible de Ganancias para los salarios, la subsistencia de algún bono navideño en las empresas o reparticiones del Estado, la eliminación de los subsidios a las tarifas para la clase media o el aumento de los impuestos que pagan los autos importados de alta gama; con lo que la palabra corre el riesgo de transformarse en un significante vacío; en un país que si de algo sabe, es de ajustes.    

Del mismo modo, el kirchnerismo reafirmó la primacía  de la política sobre la economía, pero para poder hacerlo tuvo que construir bases macroeconómicas sólidas: el superávit fiscal, el superávit comercial, la abundancia de reservas en el Banco Central, no fueron simples metas macroeconómicas, sino condiciones de posibilidad necesarias para que el gobierno se hiciera respetar por los poderes fácticos no institucionales.

De allí que no puede extrañar que el gobierno de Cristina intente con firmeza mantener -hasta donde las circunstancias se lo permitan- esos pilares, que le permitieron por ejemplo sortear con éxito la última corrida especulativa contra el peso, y dar señales muy claras de que mantiene firme el timón.

Es cierto que nadie se enamora de los superávits gemelos o la acumulación de reservas, o que no generan mística militante como la discusión por la ley de medios o el conflicto de la 125; pero no es menos cierto que, si esos pilares flaquean, toda posibilidad de profundizar el modelo yendo por las transformaciones pendientes, es absolutamente ilusoria. 

Si se tienen claro las grandes líneas maestras del modelo impuesto a partir del 2003 (priorización el mercado interno y el consumo popular como motores del crecimiento, reindustrialización, desendeudamiento, independencia en la política exterior, ampliación del piso de protección social, restauración o ampliación de derechos, recuperación de la dinámica de la negociación colectiva, defensa de la industria nacional, recuperación de la inversión pública), habrá menos razones de nuestra parte para temer que el gobierno de Cristina abandone el rumbo o retorne al pasado, en definitivas: una claudicación o una traición al sentido del mandato popular.

Y en ese sentido, como se señalaba acá, no se pueden encontrar desde el 23 de octubre medidas del gobierno que apunten directamente en contra de los sectores más desfavorecidos de la sociedad y que constituyen -sin dudas- la parte principal de la base electoral de Cristina, y el sustento de su triunfo: no se ha eliminado la AUH, ni suspendido la ley de movilidad previsional, ni eliminado las pensiones no contributivas o las jubilaciones del plan de inclusión previsional, ni privatizado empresas públicas, ni ejecutado despidos en masa en el Estado, ni se está planteando hacer nada de todo eso; por mencionar ejemplos actuales e históricos de lo que en la Argentina significa un ajuste.  

Por el contrario, acá en esta nota de La Nación (diario insospechado de kirchnerismo si los hay) pueden ver las cifras del gasto social en el Presupuesto 2012, y cuanto aumentará cada partida respecto del 2011; con la salvedad que otra vez se meten con el espinoso asunto de la clasificación geográfica del gasto. 

Y aunque el gobierno se propusiera ejecutar un ajuste, los propios logros del kirchnerismo (el piso del que se hablaba antes) se lo dificultarían, porque muchos han adquirido un carácter estructural, como lo señalaba con claridad Alfredo Zaiat en este columna de Página 12 de hace unos días; condición que determina en buena medida la falta de percepción social de la inminencia de un ajuste, pero por el otro genera mayores responsabilidades y desafíos políticos al kirchnerismo, porque las demandas sociales se van cualificando, y no se les puede responder indefinidamente con la enumeración de los logros obtenidos. 

Un triunfo tan amplio como el obtenido por Cristina genera un inmenso capital político, pero al mismo tiempo trae aparejada la complejidad de administrarlo; porque ese capital de compone tanto de conformistas con la situación creada (y que por ende expresan una tendencia a conservar lo logrado, sin arriesgarlo), como de quienes quieren profundizar el rumbo con nuevos avances, nuevas conquistas y la búsqueda de los múltiples desafíos pendientes; aunque para eso haya que ingresar en zonas de turbulencia política.     

El 54 % representa además un enorme voto de confianza a Cristina (no un cheque en blanco, y si así se interpretase se incurriría en un error) para administrar los desafíos que el escenario plantea; lo que incluye -si es necesario- revisar instrumentos o metodologías, a condición de que no se abandone el rumbo: hay que enamorarse de los logros, sin pensar que hay una sóla manera de defenderlos. De hecho, el caso de los subsidios a las tarifas es un buen ejemplo de como hay que estar pensando permanentemente si los mismos instrumentos que se usaron hasta acá, garantizan o no los mismos resultados.

El 54 % implica además que, aun cuando fuese cierto que el país estuviera a las puertas de una tremenda crisis económica, el voto del 23 de octubre lleva implícita la voluntad de la mayoría del pueblo argentino de que Cristina es la más capacitada y confiable para capearla y llevarnos a buen puerto.

Sucede que si, a la falta de debate interno en el oficialismo (aunque a nivel de la simple militancia lo hay, mucho más incluso que en la oposición, que viene de recibir un mazazo electoral)  se le suma la hosquedad comunicativa del gobierno, nos corren con el fantasma del ajuste y muchas veces olvidamos todas esta cuestiones y nos ponemos a la defensiva, como sintiendo culpa por haber votado como votamos; incluso olvidando quienes son los que menean el fantasma, y desde donde hablan. 

Como por ejemplo Pagni, que en su columna de ayer en La Nación nos trae la novedad de que ahora el kirchnerismo sería la derecha argentina: palabras más, palabras menos, lo que viene diciendo desde hace años Altamira. 

Aunque con La Nación nunca se sabe: dejás pasar un par de días, mueven el banco y entra Cachanosky  por Pagni, y resulta que de golpe somos Cuba o la URSS.   

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