Si hubiese que
definir al gobierno de Mauricio Macri a partir de una sola característica
principal, tendríamos que decir sin dudar que se trata de un gobierno patronal,
anti-obrero y enemigo de los trabajadores.
Más aun, se puede
suponer que si el gobierno tuviera que negociar la ejecución de su programa
cediendo algunos aspectos del mismo para poder cumplir con otros, optaría por
quedarse con todo lo que signifique reducir derechos laborales, modificar
condiciones de trabajo, flexibilizar, modificar las relaciones de poder al
interior de cada empresa y transferir recursos desde el trabajo, hacia el
capital.
Esas ideas inclusos
son los principios rectores (no siempre explícitamente enunciados, pero de
seguro claramente sobreentendidos) de las negociaciones para “volver al mundo”:
es lo “no nombrado” o solo esbozado pero siempre presente en las conversaciones
para atraer inversiones extranjeras, en la búsqueda permanente de nuevos
mecanismos de asociación internacional (como los acuerdos de libre comercio), y
hasta en los diseños institucionales ensayados a esos fines; como el régimen de
“asociación público-privada” aprobado por el Congreso.
El discurso oficial
del gobierno (comenzando por el propio Macri) es obsesivo en desplazar sobre el
trabajo y los trabajadores la culpa de los principales males nacionales, sea
que reclamen por accidentes de trabajo o enfermedades profesionales, pidan
paritarias, aumentos salariales, protesten por despidos, se compren un auto o un aire acondicionado o deseen gozar de un
fin de semana largo para descansar o hacer turismo.
La constante
mención a la “productividad” en boca de un presidente consuetudinariamente vago
no es más que la versión aggiornada del lugar común que dice que en éste país
“no trabaja el que no quiere”; y el ideal de ese mismo gobierno es que todos
seamos “emprendedores”, no tanto para exaltar el ideal clase-mediero de raíz
inmigratoria de que cada uno puede forjar su propio destino (aunque la idea
apunta a esa otra construcción cultural de nuestro inconciente colectivo), sino
por razones menos confesables: en el “emprendedorismo” no hay sindicatos, ni
huelgas, ni solidaridad de clase, ni reclamos a la patronal; porque nadie se
reclama a sí mismo.
Con buen criterio
apunta acá Oscar Cuervo en su blog que a la hora de buscar un programa
mínimo de coincidencias entre las fuerzas opositoras para frenar a Macri
debería acordarse con todos los que estén de acuerdo en éste punto (no permitir
que los trabajadores pierdan derechos), y en repudiar los retrocesos
democráticos que generan las pulsiones autoritarias del gobierno;
ejemplificando con la prisión política de Milagro Sala.
Sin embargo y por
amplias que pudieran ser las coincidencias opositoras al respecto, para frenar
la ofensiva del gobierno contra los trabajadores es imprescindible el concurso
del sindicalismo, porque como quedó claramente demostrado hasta acá, la
política no puede resolver por sí sola esas cuestiones.
El ejemplo más
reciente es el del DNU que modifica el régimen de riesgos del trabajo: Macri
puenteó la discusión en el Congreso sabiendo que contaba con por lo menos un
guiño de la conducción de la CGT, que solo ensayó tibios reclamos formales por
el procedimiento elegido, pero no contra el contenido de las medidas.
Para avanzar en el
recorte de derechos a los trabajadores, el gobierno pivotea sobre el enorme
desprestigio social de los dirigentes sindicales (en la percepción ciudadana
promedio, de todos, incluso los más combativos); y en décadas de pérdida
progresiva de la tradición de sindicalización, organización y lucha de los
trabajadores argentinos. La experiencia de las nuevas generaciones de
trabajadores es bastante aleccionadora al respecto.
Claro que los
propios dirigentes sindicales (en especial los de la CGT “reunificada”)
contribuyen en muy buena medida al éxito de sus propósitos, canjeando derechos
innegobiables o poniéndolos en peligro a cambio de sucesivos platos de
lentejas; sea que vayan al bolsillo de los trabajadores mejor remunerados (como
los cambios en Ganancias), o a los de los propios dirigentes y sus
organizaciones, como los fondos de las obras sociales.
Catorce meses de
gobierno de Macri dejan claro que en este terreno toda transigencia será
interpretada como debilidad, y el gobierno obrará en consecuencia, acelerando a
fondo en busca de sus objetivos: veto a la ley anti-despidos y sucesivos
“acuerdos de caballeros” sistemáticamente violados, paritarias a la baja el año
pasado y por “metas de inflación” para éste, críticas a los convenios
colectivos, planteos flexibilizadores, desmontaje de los mecanismos
institucionales que consagran pisos mínimos de protección (como la paritaria
nacional docente, o la ultra-actividad de los convenios colectivos), rebaja de
aportes patronales y aumento de la edad jubilatoria, quejas por la “industria
del juicio” o instalación del debate sobre la “productividad”, para forzar el
aumento en la tasa de explotación de la fuerza laboral, y -en correlato- de la
tasa de ganancia del capital.
El propio “plan de
reconversión industrial” anunciado por el gobierno es en una buena medida eso,
y no un intento de discutir un nuevo modelo productivo. Mientras hablan de
generar “empleo de calidad”, apuntan a destruir o flexibilizar precisamente
eso: empleo en blanco, de calidad, calificado y bien remunerado; como pasa en la industria petrolera, la
metalurgia y ahora en las automotrices, aprovechando además que los planteos
que vayan por ese lado pueden seducir incluso a sectores empresariales que
discrepan con otros aspectos del modelo económico, como los aumentos de tarifas
o la apertura a las importaciones.
No descubrimos nada señalando que el despido es
disciplinador del reclamo salarial, tanto como de la protesta por
mejores condiciones de trabajo o para resistir la avanzada flexibilizadora. De
allí las diferencias entre el caso AGR (donde el gobierno se niega a
intervenir, diciendo que “la cuestión lo excede”) y Banghó; donde sus políticas
crean el problema (abriendo la importación), para ofrecer la solución: que los
trabajadores acepten resignar derechos para conservar sus empleos, o ser
“reconvertidos”, pero en condiciones más precarias de labor y remuneración.
Lo que el Grupo
Clarín está haciendo en AGR (vaciar una empresa para “reducir el costo laboral”
mientras crecen sus ganancias y se amplían sus perspectivas de negocios) es lo
que el gobierno habilitaría en todo el país, si el contexto social, político y
económico se lo permitieran.
El gobierno y los
sectores empresarios más concentrados (que a esta altura está más que claro que
son lo mismo) van no ya por el modelo de organización sindical construido por
el peronismo (que no quieren realmente cambiar, en tanto sus dirigentes le
sigan resultando funcionales), sino por el piso de derechos que los
trabajadores argentinos consiguieron desde el 45’ para acá; en el enésimo intento
de refundar un país pre-peronista con un certero golpe en la columna vertebral
de los sectores populares; que no son -como se suele decir- ni las
organizaciones sindicales ni mucho menos sus dirigentes, sino los propios
laburantes.
Y eso es algo que interpela severamente no solo a
los peronistas, sino a aquellos que se asumen como parte de las tradiciones
nacionales y populares.
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