LA FRASE

"HABÍA DOS BOTONES, UNO VERDE Y OTRO ROJO, Y YO PENSÉ "EL ROJO DEBE SER PARA VOTAR A FAVOR DE CUBA"." (DIANA MONDINO)

viernes, 9 de septiembre de 2011

EL PROFESOR DISTRAÍDO


Por Raúl Degrossi

Luis Alberto Romero es uno de los historiadores favoritos del mandarinato cultural argentino; y si de diseccionar al peronismo se trata, la suya es una opinión siempre requerida desde las "tribunas de doctrina", como podemos ver en este artículo de La Nación.


Es notorio como los intelectuales “establecidos” como Romero profesan un desmedido celo por colegas suyos (algunos de indudables mayores quilates, pero que no gozan del favor del aparato de difusión) que asumieron el compromiso de la participación política; como es el caso de los que conforman Carta Abierta. Aunque no los nombre, en su capciosa mención a los que viven de la épica kirchnerista subyace el socorrido argumento del intelectual clientelizado, escape fácil para desacreditar al que piensa distinto, y sobre todo, al que disputa un territorio antes indisputado.


Incluso Romero pretende bajarles el precio: los disminuye a “ingeniosos” y ”mediadores esforzados”, es decir ocupados en darle un aura de inteligibilidad a un discurso político que no existe, o que no tiene en realidad densidad conceptual alguna. Pero no perdamos de vista que el profesor no es sociólogo ni antropólogo cultural, sino historiador, y en la nota incursiona en su metier auscultando al peronismo; y aparecen “distracciones” (por decir algo) llamativas.


Dice Romero: “La batalla cultural del primer peronismo se libró en una Argentina muy distinta de la actual: relativamente próspera, con una sociedad móvil y fuertemente integrativa y un Estado potente, capaz de desarrollar políticas de aliento.” Y agrega, apelando a la autoridad paterna: “La justicia social -señaló José Luis Romero- empalmó sin conflicto con la vigente ideología espontánea de la movilidad y el ascenso, pues se trataba de disfrutar en un pie de igualdad de los bienes materiales y simbólicos de la sociedad establecida.”.


Pero a poco de andar, parece sorprendido de sus propios conclusiones porque aclara: “No todo fue integración y conformismo. Hubo también una dura batalla, política y cultural.” (y) “la democratización social acelerada fue vivida conflictivamente: de un lado, como el asalto a la ciudadela enemiga; del otro, como la invasión sufrida en territorios propios.”.


En buena hora, porque una sociedad que rechazaba a la mitad de los aspirantes al servicio militar por desnutrición, o donde los trabajadores no tenían vacaciones pagas, ni paritarias donde discutir sus salarios, ni tribunales laborales donde reclamar, y apenas una minoría gozaba de la jubilación no parecía muy “fuertemente integrativa” que digamos, ni penetrada por “la vigente ideología espontánea de la movilidad y el ascenso”.


Se distrae también Romero (obsesionado en poner la lupa en el peronismo) con lo que pasaba del otro lado de la calle: el nuevo movimiento político surgido el 17 de octubre fue recibido con las balas que asesinaron a Darwin Passaponti, y con el dicterio de “aluvión zoológico”; y durante toda una década -en la que ciertamente trató con aspereza a sus adversarios políticos- tuvo asonadas golpistas como la de Menéndez en el 51’, atentados criminales como las bombas en la Plaza de Mayo en el 53’, un bombardeo a cielo abierto en el 55’, y un golpe de Estado que lo desalojó del poder, lo proscribió electoralmente durante 18 años e instauró el delito de opinión con el tristemente célebre decreto 4161/56; episodios que -junto a la Resistencia Peronista- escaparon al racconto que ensaya Romero sobre las batallas culturales que al peronismo le tocó librar. 


Y si bien su pintura de la década del 70’ tiene menos omisiones, es curioso que allí el hecho peronista no tenga centralidad: los desequilibrios políticos que sufrió la Argentina durante los años 60’ y principios de los 70’ tienen su origen, justamente, en la absurda proscripción del peronismo; que no es por eso un dato más del período, que Romero menciona como al pasar. En un punto es explicable la “distracción”: pertenece a una élite intelectual que pudo disfrutar durante más de una década (desde el 55’ hasta la noche de los bastones largos) de una ficción de democracia en la universidad autónoma, que vivía de espaldas al país real donde la mayoría electoral estaba impedida de expresarse políticamente.


Tras acertar en describir el clima de época de los 70’, Romero vuelve a simplificar las cosas al pretender subsumir en Montoneros la enorme complejidad del movimiento de ideas y de movilización social de la época; y en la lógica militarista que más tarde asumió la organización (donde la referencia contextual que hace el autor está al borde de la inexactitud histórica), las esperanzas y las frustraciones de toda una generación de militantes. Una pintura de brocha gorda y trazo grueso de una época compleja como pocas, algo que no es exclusivo de Romero, pero lleva agua a molinos que todos conocemos.  


Al cerrar el capítulo de los 70’, Romero le devuelve al peronismo a la centralidad que le negó en los 18 años anteriores; una operación de sustracción que invalida buena parte de su análisis, por un prejuicio antiperonista donde el movimiento creado por Perón aparece sólo como capaz de ejercer violencia, no de recibirla.


Y en otra estruendosa “distracción”, se pasa a nado la dictadura militar y sus secuelas, así como la transición democrática, para recalar directamente en el menemismo: un mecanicismo pobre para analizar la historia, pero ciertamente funcional a los paralelismos que ha trazado de antemano, como se puede ver en su intento de homologar –a como dé lugar- al kirchnerismo con la década de los 90’: mismos mecanismos de construcción política, mismos efectos en sus votantes, y (aunque esto no se diga en el texto sino se sugiera), mismos votantes.  Y listo, todo el esfuerzo de los “intelectuales ingeniosos” por construir un relato oficial del kirchnerismo, cree haberlo derribado de un soplido.


La igualación que hace el distraído profesor entre el menemismo y el proceso abierto en el 2003 es puramente instrumental: “alta concentración de las decisiones, uso discrecional del Estado desde el gobierno, perfeccionamiento de la producción de sufragios entre los pobres y utilización de los recursos públicos en beneficio de los "capitalistas amigos".”. Además de la asombrosa repetición de lugares comunes, parece que para el profesor Romero es lo mismo indultar a Videla que ponerlo preso, practicar las relaciones carnales que boicotear el ALCA, crear las AFJP que disolverlas, aprobar la flexibilización laboral que derogar la ley Banelco; la única diferencia que encuentra es la magnitud (mayor en el kirchnerismo) de recursos disponibles para practicar el clientelismo.


Y a ese clientelismo atribuye (sin la honestidad intelectual de decirlo claramente, y como conclusión del texto, que deja a los lectores como única posible) atribuye ambas victorias electorales: la de Menem en el 95’, y la de Cristina en las P.A.S.O.. Y en ese tren, el profesor distraído repara en las complejidades del discurso oficial del kirchnerismo (al que le concede cierta eficacia en la disputa cultural con el discurso opositor), para acto seguido desacreditar su incidencia en términos de opciones electorales.


Si se tratara de enumerar -en orden de importancia- los factores que condujeron a más de diez millones de argentinos a votar por Cristina, podríamos compartir en abstracto las conclusiones de Romero; pero las interpretaciones mono-causales de los procesos políticos y sociales son siempre insatisfactorias, sea que se le asigne centralidad a lo se ha dado en llamar la batalla cultural, o que por el contrario se la niegue de plano. 


Y más insatisfactorias aun serán cuando se reducen a conclusiones que se han adoptado de antemano, como apelar al tópico del clientelismo o el voto-cuota; quizás porque desconfiamos de toda interpretación de los comportamientos electorales que empiezan por negar racionalidad política a parte sustancial del electorado.


En ese marco (donde quedan expuestas las mayores fragilidades del análisis de Romero), se le pueden perdonar al profesor otras distracciones (no menores en un historiador); como que el Cabildo Abierto del peronismo no fue en 1954 sino el 22 de agosto del 51’; que “Mordisquito” no transmitía nada porque era un personaje imaginario (un “contrera”) al que le hablaba Discépolo y en el 51’ (no en 1950 como dice Romero); o que no se lo puede comparar (por su capacidad de penetración masiva a través de un medio popular como la radio) con la revista “El Descamisado”, que circulaba entre la militancia.  


Hay que disculparlo porque ya se sabe como son los intelectuales: un poco distraídos, de tanto prestar atención a las cosas importantes. 

1 comentario:

Anónimo dijo...

La escasa inteligencia y la miseria intelectual, son socias inseparables.
El Colo.