Impresiona leer la cantidad y el peso de los
sellos puestos al pie del comunicado del Foro de Convergencia Empresarial en
respaldo del tarifazo: desde la AEA a la Sociedad Rural, pasando por la Bolsa
de Comercio, la Unión Industrial, el Colegio de Abogados porteño y hasta la
DAIA, todo lo más granado del establishment local dio el presente respaldando
la más resistida de todas las medidas de un gobierno, al que no le faltan
apoyos importantes.
En efecto, Macri
asume tras ganar las elecciones (lo que ya de por sí es un dato novedoso para
un propuesta de derecha aunque “disfrazada de moderna”) y logra -por el amor, la conveniencia o el espanto- que le respondan el Poder Judicial, los servicios de
inteligencia, el aparato de seguridad, los medios hegemónicos y -por supuesto-
el poder económico, del cual él mismo proviene. Se podrá decir que a su turno,
cada uno de ellos habrán de cobrarle con su libra de carne (si no lo han hecho
ya) esos apoyos, pero que están, están; y el comunicado lo documenta en buena
medida.
Al mismo tiempo,
tampoco puede quejarse el gobierno -aunque a menudo lo haga- de que le hayan
puesto palos en la rueda para impedirle avanzar en sus iniciativas: logró para ello el
consenso explicito de buena parte de la oposición, que se fue fragmentando a
medida que avanzaba el proceso de “Cambiemos” en el poder y que recién ahora,
casi 29 meses después, pareciera estar recomponiéndose lentamente; y otro tanto
pasó con los sindicatos más poderosos nucleados en la CGT: lejos de la
combatividad que mostraron en el tramo final del kirchnerismo, toleraron avances
del gobierno contra los derechos e intereses de sus representados que en otro
contexto hubieran sido impensados, y hasta acordaron con el gobierno propuestas
como mínimo peligrosas, como la reforma laboral que acaba de aterrizar en el
Congreso, o la mayor parte de ella.
Tampoco Macri y su
gobierno están “aislados del mundo”, ni nada que se le parezca, por el
contrario, han multiplicado (y sobreactuado) los gestos de condescendencia con
los Estados Unidos, Europa, Israel y otros factores del poder internacional; de
un modo que si bien no se ha correspondido estrictamente con ventajas
materiales concretas para el país, habla a las claras de que estamos en
presencia de un gobierno al que miran con buenos ojos, y al que no dudarían en
respaldar políticamente, si fuera necesario.
El cuadro descripto
se correspondería lógicamente con las perspectivas del asentamiento de una
perdurable hegemonía de la derecha gobernante en el país, arrasando con todas
las resistencias a su paso; máxime si se repara en que hace apenas seis meses
fue revalidada en las urnas. De hecho, por esa línea transitaron la mayoría de
los análisis producidos entonces, hoy en franco trance de revisión.
Pero -parafraseando
a Galileo- cuando se preanunciaba una prolongada “pax macrista” en la que el
experimento de derecha se consolidaría en el poder, la sociedad argentina “y
sin embargo se mueve”. Aun fragmentada, atravesada por lógicas sectoriales que dificultan confluencias mayores, con la subjetividad colonizada por los dispositivos de producción de sentido que el gobierno controla o le son instrumentales, de un modo tal que se disocian los intereses concretos de las opciones políticas o la praxis social, la sociedad argentina -o al menos parte de ella- da muestras de no someterse mansamente al nuevo experimento neoliberal.
Desde el episodio de la resistida reforma previsional
para acá, se sumaron el tarifazo, la reforma laboral en ciernes y la fragilidad
financiera inherente al modelo para generar un clima de incertidumbre, donde
hasta ayer había confianza y seguridad.
Hay “sensación a
2001”, convocatoria de Cavallo incluida, y no porque la situación sea
exactamente igual a la de entonces, o vaya a tener el mismo final: se percibe
que la intención de imponer a como de lugar el modelo de valorización
financiera y fuga de capitales choca contra sus propias limitaciones, y contra
la resistencia de al menos una parte de sus víctimas; aun disgregadas,
desorganizadas y sin terminar de encontrar canales concretos de expresión
política, los que por otro lado no se terminan de armar.
Tampoco ayuda a
disipar ese clima de “saudades” de la peor crisis política y social habida en
el país, el hecho de que la oposición no capitalice el desgaste del gobierno (o
al menos eso es lo que estarían marcando las encuestas), porque en el 2001
pasaba exactamente lo mismo: eran los tiempos del “que se vayan todos”, cuando
imperaba el pensamiento mágico que ni siquiera se sentaba a analizar como
seguiría la cosa tras el fracaso de la Alianza.
Y mientras esas
percepciones no están todavía hoy generalizadas en la sociedad (o en todo caso,
no han trascendido para muchos de la propia valoración individual sobre como
están las cosas), crean el clima en el cual el capital (personaje cobarde, si
los hay) medita y toma sus decisiones; de allí que no resulten extraños ciertos
comportamientos de los “mercados” más propios de un fin de ciclo, y de allí
también que el pronunciamiento del establishment local parezca gatillado por
una situación de alarma, por miedo de volver a un pasado que detestan; pero que
nadie puede decir objetivamente que esté a la vuelta de la esquina, como si más.
Esa sobre-reacción
de los “mercados” (acelerando por ejemplo la compra de dólares para fugarlos)
desnuda con toda crudeza las fragilidades del propio modelo por todos
conocidas, por muchos señaladas y hoy bastante más difíciles de ocultar, a la
luz de los hechos; y revive así la paradoja de un neoliberalismo que se sintió
confiado al verse legitimado electoralmente, pero que más frágil se vuelve, en
la medida en que más avanza hacia sus objetivos principales, como si fuera
creando el propio abismo a sus pies, a cada paso.
Claro que en el camino siguen haciendo pingües negocios, e incrementando sus beneficios, porque una cosa no quita la otra; y más bien la supone: si alguna industria funciona en estos casos, es la producción de crisis.
Claro que en el camino siguen haciendo pingües negocios, e incrementando sus beneficios, porque una cosa no quita la otra; y más bien la supone: si alguna industria funciona en estos casos, es la producción de crisis.
El cuadro actual de situación en el país se inscribe a su vez en la histórica tensión entre el capitalismo en su versión
de la globalización financiera, y la democracia: como estabilizar en el tiempo
y con consensos mayoritarios un modelo de exclusión, que lleva en su propia
lógica expulsar y no incluir, agrandando la grieta socio-económica y las distancias en la
distribución del excedente social; y en sus genes económicos (la valorización
financiera, los libres flujos del capital sin regulaciones molestas) la fragilidad que lo terminará derrumbando, tarde o temprano, y por
imperio de su propia lógica.
Claro que no
sabemos ni como (aunque lo podamos conjeturar, por la experiencia) ni cuando, y
de allí que el final sea abierto; pero hay que celebrar al menos que se haya
abierto un espacio para la autonomía creadora de la política, que el macrismo
se había empecinado en obturar, con la complicidad de buena parte de la
oposición política y sindical. La cuestión por dilucidad, en todo caso, son los tiempos y los costos del proceso de transición, que no serán pocos.
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