Las similitudes y las diferencias entre el proceso político argentino y el que vive Venezuela están a la vista de cualquier observador, a condición de que esté mínimamente dispuesto a despojarse de las anteojeras ideológicas, y de las etiquetas y preconceptos: son tan parecidos como lo pueden ser los procesos políticos en América Latina en los estertores del siglo pasado y la primera década de éste, y tan diferentes como eso, y como las propias historias políticas y conformaciones sociales y culturales de los dos países.
Sin embargo la comparación (de la que surge el neologismo usual, que da título al post) es tan frecuente como rústica, sobre todo por parte de los sectores políticos y sociales que adversan al kirchnerismo; que sería así una especie de chavismo en estado potencial, que pasa al acto a cada instante, a poco que el gobierno de Cristina toma alguna medida a la que le encuentran similitud con el proceso encabezado por Hugo Chávez; desde los controles al dólar hasta la expropiación de YPF, pasando por la ley de medios o las relaciones con Irán; por mencionar un tema de mayor actualidad.
Desde luego que la comparación no es ociosa y tiene propósitos políticos (amedrentar sobre todo a los sectores medios de la población, con los peligros que representa la chavización creciente del kirchnerismo), aspecto que no debe hacernos perder de vista que, aun así, sigue siendo una lectura rudimentaria de la realidad, teñida de la más brutal antipolítica.
Sin embargo, es menos frecuente que esos mismos sectores acepten considerar las similitudes que existen entre la Argentina y Venezuela, desde otro ángulo: el papel que cumplen las oposiciones, institucionales o no.
Comenzando por el rol político protagónico y central de los medios de comunicación que reproducen el sentido hegemónico, que tuvieron una activísma participación en la Argentina (desde los negocios con el menemismo a la gestación de la Alianza, y nuevamente en tiempos kirchneristas, en la revuelta agrogacra del 2008), tanto como los medios venezolanos opositores la tuvieron en el golpe del 2002 contra Chávez, o en las convocatorias abiertas al magnicidio que realizaban hasta la víspera misma de la muerte del líder bolivariano.
Con diferencias de estilo (que corresponden por otro lado a las diferencias culturales entre los dos países), los medios juegan en ambos casos un definido rol opositor, en sí mismos y como articuladores del discurso y la praxis de las fuerzas políticas que tienen que cumplir ese rol, institucionalmente hablando.
Pero también hay similitudes en el espectro opositor, en uno y otro caso: oposiciones fragmentadas y reducidas a la impotencia en términos electorales frente a los fenómenos políticos emergentes de las crisis sistémicas (el chavismo allá, el kirchnerismo aquí), que vienen de un pasado de pactos políticos (explícitos en el caso venezolano en los acuerdos de Punto Fijo, implícitos en la Argentina, aunque plasmados en el texto constitucional en la reforma de 1994) que suprimieron la competencia, para delinear los contornos (limitados) de la democracia; contornos que estallaron en pedazos cuando las políticas neoliberales expusieron con toda crudeza sus fracasos.
Oposiciones fragmentadas que vienen del pasado en ambos casos, y allí quieren volver, a la "normalidad" de ambos países que se vio alterada por procesos políticos que no podían tener cabida en los pactos preexistentes.
Y que convive con la emergencia (hacia el interior de los propios conglomerados opositores) de nuevas fuerzas y nuevas figuras, que en realidad vertebran el intento de las derechas políticas de reconvertirse hacia los modos democráticos: Capriles en Venezuela, Macri en la Argentina.
Oposiciones que, desde la fragmentación y los vedettismos personales (aspecto omitido cuando se critican los liderazgos carismáticos propios de los populismo, más acentuados en el caso venezolano), buscan unirse con el sólo propósito de derrotar electoralmente (sin descartar del todo otras alternativas, aun jugando en los bordes del propio sistema institucional) a lo que conceptúan como regímenes, a los que les niegan el carácter de democráticos, y apostrofan como dictatoriales: los opositores venezolanos encontraron a Capriles, los argentinos creen ser todos y cada uno, el Capriles argentino.
Es la historia del huevo y la gallina: para lanzarse a un curso frontal de oposición sin fisuras, partiendo del desconocimiento de la voluntad popular, es menester dejar al adversario fuera de los márgenes de la democracia, negándole su legitimidad en ese terreno.
Y desconociendo también en bloque todas sus acciones de gobierno, aun cuando hubieran puesto en acto planteos de la propia oposición, y lo que son innegables avances de cada uno de los procesos (el kirchnerismo acá, el chavismo en Venezuela), que ningún observador medianamente objetivo podría desconocer.
En ese sentido en Argentina la oposición sigue por el mismo camino de los últimos años (pese a los contundentes resultados electorales en contra); y el tibio intento de rectificación encarnado por Capriles en Venezuela en la campaña electoral pasada (admitiendo algunos logros del gobierno de Chávez, y comprometiéndose a mantenerlos de llegar al gobierno), voló por los aires con los derrapes en que incurrió en la conferencia de prensa de ayer en la que lanzó su candidatura para el 14 de abril.
Las oposiciones (acá y allá) obran con un evidente desapego institucional, y viven realizando permanentes llamamiento a la resistencia civil por cualquier causa, desde el uso de las reservas del Banco Central para pagar la deuda acá, hasta el proceso de sucesión de Chávez allá; o yendo a la justicia para dirimir conflictos políticos (como pasó con la ley de medios, y es probable que pase con el acuerdo con Irán), saldados en el debate legislativo.
Y también en ambos casos se lanzan a la búsqueda de contactos internacionales, como si quisieran horadar aun más la legitimidad de los gobiernos, dañando su imagen en el mundo, o dando la idea de que en su país, no todos piensan igual: recordar la carta de Carrió a las embajadas, los recorridos de Bullrich y comitiva por los EEUU, o el propio show que protagonizaron en las elecciones venezolanas; en espejo con los viajes de Capriles al país del norte, y los contactos de toda la oposición venezolana con los sectores de poder yanqui en su propio país.
Y hablando de elecciones: es también sorprendente la similitud en el propósito de teñir de sospecha la transparencia y la legitimidad de los procesos electorales, sea lanzando al voleo denuncias sobre fraude (aun desconsiderando la diferencia de mecánica de los comiciones en ambos países), o descalificando los resultados con el socorrido argumento del clientelismo, y la manipulación política de los pobres.
Es que ahí está el meollo del asunto, en el profundo desprecio que los opositores (los argentinos tanto como los venezolanos) tienen por las opciones políticas de las mayorías, y el deseo explícito (no siempre concretado) de asumir la representación política del odio (visceral e intenso en ambos casos, como se comprobó con las reacciones de algunos acá, ante la muerte de Chávez); expresado en Venezuela por los "escuálidos", y acá por los caceroleros.
A los que no les importa cuanto hayan avanzado el kirchnerismo aquí o el chavismo en Venezuela, o cuanto estén dispuestos a avanzar o puedan hacerlo: simplemente detestan la dinámica de procesos políticos en los que sienten que -ante el más módico avance de sectores sociales secularmente postergados- están perdiendo derechos o conquistas; aunque las políticas de esos mismos procesos los hayan beneficiado objetivamente.
Es en estas similitudes (más que en la etiqueta chavista que a las apuradas se le coloca al kirchnerismo con tanta frecuencia) que hay que buscar por acá la Argenzuela de la que tantos hablan.
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