Desde que salió el humo blanco de la chimenea del Vaticano y el señor Burns franchute anunció que Jorge Bergoglio era el nuevo Papa, estamos todos subidos a la calesita, y no nos podemos bajar.
Las exageraciones de los medios -subidos a la papamanía- rankean alto para entrar en la antología del ridículo, como el informe de Román Lejtman sobre el supuesto complot kirchnerista para impedir que el ex arzobispo porteño fuera elegido Papa.
La gente común aporta lo suyo al carnaval, con incoherencias notorias: tipos que hasta ayer nomás protestaban por no poder comprar dólares, criticaban la AUH, o proponía castrar a los pobres (cuando no matarlos, o deportarlos a sus países de origen); hoy descubren la pobreza, y agotan el stock de estampitas de San Franciso de Asís.
Hasta allí, hay en el caso del Papa Francisco un revival del efecto Blumberg, Cobos post voto no positivo, o De Angeli en los piquetes agrogarcas (magnificado por la escala de las responsabilidades a las que accedió Bergoglio); y como tal, muy probablemente destinado a tener el mismo final: consumirse con el paso del tiempo, y la aparición vertiginosa de otra noticia que todos transmitan, o repliquen en cadena.
En el aspecto estrictamente político (y vaya si el hecho de tener un Papa argentino no tiene una dimensión de tal), Cristina terminó madrugando a la oposición que quería apurarse a fabricar un Papa anti K, a tono con los antecedentes políticos de Bergoglio.
En la entrevista que los reunió (antes de la entronización de Bergoglio) los dos repartieron guiños para todos lados: no me rompan los quinotos con lo que haga o diga el Papa desde Roma, que yo hablo directamente con él si quiero (diría Cristina); no piensen que todos los domingos le voy a dedicar un párrafo expreso del Angelus a la Argentina, para pegarle al gobierno y que ustedes tomen aire, diría Bergoglio.
En el medio, la situación dará lugar a todos los grises posibles, que darán lugar a las más múltiples y variadas interpretaciones, donde todos (oficialistas y opositores) querrán tener su pedacito de Papa propio, por lo menos mientras dure la espuma de la asunción de Bergoglio.
En el medio, la situación dará lugar a todos los grises posibles, que darán lugar a las más múltiples y variadas interpretaciones, donde todos (oficialistas y opositores) querrán tener su pedacito de Papa propio, por lo menos mientras dure la espuma de la asunción de Bergoglio.
Y hasta algunos analfabetos funcionales (como Majul) se ilusionan con que la ola papal será el clima de época del final del kirchnerismo, obviando lo obvio: Francisco no será candidato en las legislativas, y -como no podía ser de otro modo- no vendrá al país hasta después de las elecciones; cuando habrá que ver además cuanto queda de la euforia por el Papa argento.
Así que los que pensaban sacarse la foto subidos al papamóvil tendrán que pensar en otra estrategia electoral.
La elección del Papa alumbró lo que para algunos (que eligen manejarse con clichés preestablecidos) es una novedad, que es el debate hacia el interior del kirchnerismo sobre que hacer al respecto; acá Mendieta (como siempre) ilumina el asunto y su pluma nos remitimos: el que crea ver ahí el principio de un cisma, entiende poco; no ya del kirchnerismo, sino de política.
Para ponerlo en un ejemplo simplote, el problema no es que Cristina se haya reunido con el Papa (¿alguien puede pensar que no debería haberlo hecho?), sino que el problema sería si -por ejemplo- a partir de la reunión el gobierno diera marcha atrás en su política de derechos humanos, y se terminara el apoyo a los juicios por la verdad.
Mientras eso no ocurra, se puede reunir veinte veces, porque lo que define a un gobierno son sus acciones, no la agenda protocolar de la presidenta; aunque esté compuesta por reuniones con alto voltaje político.
Y si se quiere una perspectiva más amplia (no ceñida a la cuestión de los derechos humanos, y la responsabilidad de Bergoglio durante la dictadura), el episodio papal debería en todo caso habilitar una vigilancia a futuro para no retroceder en lo que fue -sin dudas- un logro aportado por Néstor Kirchner para la consolidación de la gobernabilidad democrática, al disminuir la influencia de la iglesia (entiéndase bien: en tanto corporación con apetencias y aspiraciones políticas) en la sociedad y en la política, en un contexto de recuperación de la autonomía de ésta, frente a todo tipo de lógicas corporativas.
Que la iglesia intente relegitimarse ante los fieles y la opinión pública (argentina y mundial) para superar sus escándalos, con la expectativa que alienta el nuevo Papa, es perfectamente lógico y responde a sus necesidades. Que desde la política se entre en esa lógica para retroceder en terreno ganado, sería un error que ni oficialistas ni opositores (aunque estos siempre estén despistados en esa materia, como les pasa en su relación con los medios hegemónicos), deberían cometer.
Y el análisis sería incompleto si no reflejara los enormes quilombos internos que enfrenta la propia iglesia, a los que el nuevo Papa se tendrá que avocar de inmediato, y seguramente le insumirán bastante más tiempo que pensar que hacer con la Argentina.
Quilombos a los cuáles les vino de perillas la designación de Bergoglio y sus "gestos", no tanto porque el nuevo Papa vaya a emprender un programa de profundas reformas de la iglesia (algo que está por verse en que medida quiere y puede concretar), sino porque demostró un formidable manejo de las relaciones públicas, para asordinar -al menos por unos días- los escándalos que precipitaron la renuncia de Ratzinger; y su confesión de que no podía resolverlos.
Para ponerlo en un ejemplo simplote, el problema no es que Cristina se haya reunido con el Papa (¿alguien puede pensar que no debería haberlo hecho?), sino que el problema sería si -por ejemplo- a partir de la reunión el gobierno diera marcha atrás en su política de derechos humanos, y se terminara el apoyo a los juicios por la verdad.
Mientras eso no ocurra, se puede reunir veinte veces, porque lo que define a un gobierno son sus acciones, no la agenda protocolar de la presidenta; aunque esté compuesta por reuniones con alto voltaje político.
Y si se quiere una perspectiva más amplia (no ceñida a la cuestión de los derechos humanos, y la responsabilidad de Bergoglio durante la dictadura), el episodio papal debería en todo caso habilitar una vigilancia a futuro para no retroceder en lo que fue -sin dudas- un logro aportado por Néstor Kirchner para la consolidación de la gobernabilidad democrática, al disminuir la influencia de la iglesia (entiéndase bien: en tanto corporación con apetencias y aspiraciones políticas) en la sociedad y en la política, en un contexto de recuperación de la autonomía de ésta, frente a todo tipo de lógicas corporativas.
Que la iglesia intente relegitimarse ante los fieles y la opinión pública (argentina y mundial) para superar sus escándalos, con la expectativa que alienta el nuevo Papa, es perfectamente lógico y responde a sus necesidades. Que desde la política se entre en esa lógica para retroceder en terreno ganado, sería un error que ni oficialistas ni opositores (aunque estos siempre estén despistados en esa materia, como les pasa en su relación con los medios hegemónicos), deberían cometer.
Y el análisis sería incompleto si no reflejara los enormes quilombos internos que enfrenta la propia iglesia, a los que el nuevo Papa se tendrá que avocar de inmediato, y seguramente le insumirán bastante más tiempo que pensar que hacer con la Argentina.
Quilombos a los cuáles les vino de perillas la designación de Bergoglio y sus "gestos", no tanto porque el nuevo Papa vaya a emprender un programa de profundas reformas de la iglesia (algo que está por verse en que medida quiere y puede concretar), sino porque demostró un formidable manejo de las relaciones públicas, para asordinar -al menos por unos días- los escándalos que precipitaron la renuncia de Ratzinger; y su confesión de que no podía resolverlos.
Vaya como un ejemplo de los conflictos internos de la iglesia, el propio documento de Aparecida de los obispos latinoamericanos que Bergoglio le entregó a Cristina.
Un documento que contiene párrafos como éste: "Trabajar por el bien común global es promover una justa regulación de la economía, finanzas y comercio mundial. Es urgente proseguir en el desendeudamiento externo para favorecer las inversiones en desarrollo y gasto social236, prever regulaciones globales para prevenir y controlar los movimientos especulativos de capitales, para la promoción de un comercio justo y la disminución de las barreras proteccionistas de los poderosos, para asegurar precios adecuados de las materias primas que producen los países empobrecidos y normas justas para atraer y regular las inversiones y servicios, entre otros.
(Y) Examinar atentamente los Tratados intergubernamentales y otras negociaciones respecto del libre comercio. La Iglesia del país latinoamericano implicado, a la luz de un balance de todos los factores que están en juego, tiene que encontrar los caminos más eficaces para alertar a los responsables políticos y a la opinión pública acerca de las eventuales consecuencias negativas que pueden afectar a los sectores más desprotegidos y vulnerables de la población."
Casi una declaración de kirchnerismo explícito, con rechazo al ALCA, los tratados bilaterales de inversión y el tribunal del CIADI incluido, y todo.
Pero que está precedido de un discurso del entonces Papa Benedicto XVI donde dijo cosas como éstas: "En América Latina y El Caribe, igual que en otras regiones, se ha evolucionado hacia la democracia, aunque haya motivos de preocupación ante formas de gobierno autoritarias o sujetas a ciertas ideologías que se creían superadas, y que no corresponden con la visión cristiana del hombre y de la sociedad, como nos enseña la doctrina social de la Iglesia".
O sea, ojo con los populismos y esas cosas; que no sabemos para donde pueden disparar.
Tiempo al tiempo entonces, o -como dice Serrat- cuando pase la euforia, "con la resaca a cuestas vuelve el pobre a su pobreza, vuelve el rico a su riqueza y el señor cura a sus misas. "
Un documento que contiene párrafos como éste: "Trabajar por el bien común global es promover una justa regulación de la economía, finanzas y comercio mundial. Es urgente proseguir en el desendeudamiento externo para favorecer las inversiones en desarrollo y gasto social236, prever regulaciones globales para prevenir y controlar los movimientos especulativos de capitales, para la promoción de un comercio justo y la disminución de las barreras proteccionistas de los poderosos, para asegurar precios adecuados de las materias primas que producen los países empobrecidos y normas justas para atraer y regular las inversiones y servicios, entre otros.
(Y) Examinar atentamente los Tratados intergubernamentales y otras negociaciones respecto del libre comercio. La Iglesia del país latinoamericano implicado, a la luz de un balance de todos los factores que están en juego, tiene que encontrar los caminos más eficaces para alertar a los responsables políticos y a la opinión pública acerca de las eventuales consecuencias negativas que pueden afectar a los sectores más desprotegidos y vulnerables de la población."
Casi una declaración de kirchnerismo explícito, con rechazo al ALCA, los tratados bilaterales de inversión y el tribunal del CIADI incluido, y todo.
Pero que está precedido de un discurso del entonces Papa Benedicto XVI donde dijo cosas como éstas: "En América Latina y El Caribe, igual que en otras regiones, se ha evolucionado hacia la democracia, aunque haya motivos de preocupación ante formas de gobierno autoritarias o sujetas a ciertas ideologías que se creían superadas, y que no corresponden con la visión cristiana del hombre y de la sociedad, como nos enseña la doctrina social de la Iglesia".
O sea, ojo con los populismos y esas cosas; que no sabemos para donde pueden disparar.
Tiempo al tiempo entonces, o -como dice Serrat- cuando pase la euforia, "con la resaca a cuestas vuelve el pobre a su pobreza, vuelve el rico a su riqueza y el señor cura a sus misas. "
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