Si a Macri realmente le interesara reformar
la Carta Orgánica del Banco Central lo haría por DNU como ha hecho con tantas
otras cosas, y no se molestaría en enviar un proyecto al Congreso como cuentan
en ésta nota del Cronista.
En todo caso si le
interesa darle al FMI la señal de que cumple su compromiso de impulsar la
reforma, como se comprometió al firmar el acuerdo por el cual el Fondo le está
financiando su intento reeleccionista, cargándonos la factura a nosotros.
Y al someter la
cuestión a un debate parlamentario (práctica que en realidad aborrece, porque
además sus iniciativas no resisten un debate serio, en ningún terreno) está
buscando comprometer a la oposición o al menos a parte de ella en la
continuidad de las políticas pactadas con el FMI, para el caso en que no fuera
reelecto.
No lo hace por
apego a la continuidad jurídica del Estado o las famosas “políticas de Estado a
largo plazo”, sino por una razón más promiscua: porque de ese modo pone a uno
de los “fundamentals” del cuerpo de ideas del programa económico del gobierno
(que es el tradicional del FMI, aunque ambas partes lo nieguen) fuera de la
discusión política en tiempos electorales, o por lo menos pretende hacerlo; y
exponer a los que opongan (básicamente el kirchnerismo) como refractarios a
cumplir los compromisos asumidos por el país, o poco amantes de las
instituciones.
Dicho esto, la
reforma propuesta -a estar por los trascendidos periodísticos- sería más de lo
mismo, volviendo al cuento de la “autonomía del Banco Central” respecto del
gobierno y sus políticas económicas, que acá se instaló en los 90’ con Cavallo,
en el marco de la réplica en el país de las políticas del Consenso de
Washington.
Se trataría de dar
marcha atrás en la reforma aprobada en el 2012 durante el gobierno de Cristina
con la Ley 26.739, reimplantando el “mandato único” para el Central: combatir
la inflación, dejando de lado todo rol que le pudiera caber respecto al
crecimiento económico, o la inclusión social.
Incluso hablan de
institucionalizar en la Carta Orgánica las “metas de inflación” que tan buenos
resultados tuvieran en el país bajo el mandato de Federico Sturzenegger, al
mismo tiempo que se le prohibiría expresamente al Central financiar al Tesoro;
lo que supone asegurarles ese nicho cautivo al FMI y los organismos
multilaterales de crédito (que podrían así seguir imponiendo sus
condicionalidades, a cambio de prestar plata), y a los bancos privados y fondos
de inversión; si al gobierno se le reabriera el acceso a los mercados de deuda.
Y no podía faltar
-por supuesto- la infaltable apelación a la necesidad de “reforzar la
independencia del BCRA respecto a los gobiernos”, complejizando los
procedimientos de designación y -sobre todo- remoción de los miembros del
directorio: una muestra de cinismo supremo de parte de un gobierno que arrancó
pidiendo públicamente la renuncia de los directores designados durante el
kirchnerismo con mandato vigente y acuerdo del Senado (como Vanoli, Biscay y
otros), para poder designar los propios; la mayoría de lo cuáles fueron
“designados en comisión” y en algunos casos, sin siquiera enviar el pliego al
Senado con pedido de acuerdo, como “Toto” Caputo o el mismo Sandleris.
Lo que está claro es que, más allá de sus
posibilidades reales de concreción que son pocas (ni siquiera la “oposición
responsable se muestra tan dispuesta ya a acompañar las iniciativas del
gobierno), se trata de un burdo intento de condicionar al futuro gobierno si
Macri pierde las elecciones; plantándole un enclave institucional que responda
incondicionalmente a la visión y los intereses del capital financiero, en el
corazón mismo del Estado, para evitar todo riesgo de “populismo”, y neutralizar
el posible mensaje de las urnas rechazando las políticas que llevaron al país
al desastre en el que se encuentra.
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