Por Raúl Degrossi
Los cacerolazos porteños del jueves y
viernes por la noche despertaron en todo el mundo inevitables remembranzas del
conflicto del 2008 por las retenciones móviles, si hasta el disparador fue el
mismo: el intento del Estado por cobrarle impuestos al “campo”; pero los años
no pasan en vano y la situación no es exactamente igual que entonces, en
algunas cosas para mejor y en otras no tanto.
Los impulsores y protagonistas de protesta
representan al mismo actor social y político de la 125, pero con muchos menos
acompañamiento (al menos por ahora): una derecha retrógada, cerril, racista y
prepolítica, profundamente antidemocrática (los camarógrafos de “6 7 8” pueden
dar fe de su predisposición “al diálogo y el consenso”) y falsamente
republicana.
Añoran los tiempos del facto (y cada vez
les cuesta más disimularlo), y, viniendo más acá, los de la excepcionalidad de
la crisis del 2001, con una salida abrupta de la Convertibilidad a través de
una megadevaluación que obró (como siempre lo hacen esos procesos) como un
formidable disciplinador social; y una crisis política que dejó a las
instituciones al borde del abismo, y sin ninguna capacidad real (ni intención)
de arbitrar políticas más allá de la pura administración de la crisis.
En su rusticidad conceptual, esos sectores
tardaron en comprender la lógica profunda de la gobernabilidad kirchnerista, y
cuando lo hicieron, reaccionaron furiosos contra ella: el intento de reconstruir
el Estado desde su base material (la solvencia financiera, la famosa “caja”) y
un reordenamiento de las instituciones sobre la base más sólida diseñada en
nuestro sistema constitucional (la autoridad y el poder presidencial); tratando
en el camino de ganar autonomía para la política, en la búsqueda de un nuevo
modelo de acumulación, compatible con la mejora de los indicadores sociales, y
una progresiva restitución de los derechos conculcados por el experimento
neoliberal, en simultáneo con la incorporación de otros, gestados al clima
cultural de la época.
Estos republicanos de opereta entienden a
su muy particular modo la división de poderes, que consistiría en que el poder
político no se entrometa con el económico, y el Judicial (donde anida por regla
general el más profundo conservadurismo) se constituya en el garante final de
los privilegios minoritarios. Tras la rapiña organizada desde el propio Estado
en los 90’, salen hoy raudos a declarar la muerte práctica de ese mismo aparato
estatal, negándole desde sus recursos, hasta el derecho a intervenir en lo que
entienden son sus dominios exclusivos.
Que estas protestas hoy sean menos
extendidas que en el 2008 no implican que no se las deba tomar en serio, muy por
el contrario: todo indica que ahora no pueden ser contenidas en las formas
institucionales, y por ende los que las protagonizan tampoco se sienten
mayoritariamente interpelados por el respeto a las reglas de juego de la
democracia: basta ver como piden a voz en cuello que se vaya el gobierno votado
por el 54,11 % de los argentinos, hace apenas meses.
Después del “voto no positivo” de Cobos y
ante la certeza de que Cristina no renunciaría tras la derrota en el Congreso,
se lanzaron a la cooptación de las estructuras partidarias opositoras (generosamente
alquiladas por una dirigencia sin clara conciencia de su rol), llenando de
candidatos propios las listas en las legislativas del
2009: si la cosecha electoral fue la esperada, los resultados -en términos de
concreción de sus demandas corporativas- fueron decepcionantes; y qué decir de
lo que vendría después, con el cristinazo del 23 de octubre.
Hoy se sienten huérfanos de representación, lo que en parte ellos mismos provocaron al desmembrar a buena parte del sistema
político con la exacerbación de sus lógicas corporativas: figuras como Duhalde o
Carrió fueron fagocitadas por seguir a pie juntillas el catecismo de recitar
las demandas de estos sectores, y el radicalismo está atravesado por disputas
internas cada vez más agudas por el mismo motivo; y han sido tan torpes que sus
propios movimientos terminaron torpedeando -a poco de ser lanzada- la
candidatura presidencial de Scioli, colocándolo en el dilema de tener que romper ahora
con el gobierno, o poder gestionar la provincia: buscaron otro Cobos, lo que demuestra que no aprendieron como
terminó el original, y por qué razones.
Otros prospectos opositores -como Binner o
Macri- corren el mismo riesgo, si no aciertan a generar nuevas estrategias de construcción
política, aprovechando (por raro que parezca) los espacios que el kirchnerismo
ha ido ganando para la autonomía de la política; porque una cosa es compartir ideológicamente ciertos planteos sobre el Estado o el manejo de la economía, o el conflicto social (como puede ser el caso del jefe de gobierno porteño); y otra es aceptar desde el vamos convertirse en un vulgar amanuense de planteos sectoriales, aunque uno pertenezca a esos sectores que los formulan.
Habrá que ver si lo que se vio en el caso
de la expropiación de YPF (no aplicable al PRO, que votó en contra) marca un
cambio de tendencia, o fue más bien la excepción que termina confirmando la
regla observada hasta acá sobre el método de construcción política de la oposición al kirchnerismo: por lo visto en la discusión de la reforma tributaria bonaerense,
hay más de lo segundo que de lo primero.
Sin embargo las cosas tampoco son hoy exactamente
iguales al 2008, aunque los adversarios que el gobierno tiene enfrente sean los
mismos: las patronales del campo, el grupo Clarín y La Nación y -más solapadamente, tal es
su costumbre- el bloque devaluacionista que es siempre el mismo: los grandes
exportadores y las empresas con posición dominante en el mercado nacional y
estructura de negocios expandidos hacia el exterior (Aluar, Acindar, las del
grupo Techint); todos a su vez con redes de negocios comunes en los que se imbrican sus intereses, creando solidaridades políticas sobre bases económicas concretas; más allá de una cosmovisión ideológica compartida.
El alineamiento sin
fisuras del conglomerado mediático hegemónico con las patronales agrarias en el
conflicto del 2008, fue el disparador para que el kirchnerismo impulsara la ley
de medios; hoy día en cambio, la certeza de que el grupo Clarín deberá
desinvertir (tras el fallo de la Corte) exacerba la furia de Magnetto y sus
comandos, y les hace perder la brújula: en pocos meses pasaron de poner en tapa
a Famatina, el Proyecto X y el techo a las paritarias, a amplificar la protesta
ridícula de un puñado de votantes de Macri, que añoran a Videla; previo paso
por la defensa irrestricta de los intereses de Repsol en el asunto de la
expropiación, y la obsesión por reflejar el punto de vista inglés sobre
Malvinas.
Pero cuidado: es tan cierto que ese aparato
mediático está profundamente deteriorado en su capacidad de marcar agenda y producir
sentido más allá de las audiencias redundantes; como que los demás componentes
del bloque que se expresó en los módicos cacerolazos de esta semana tienen mayor capacidad de
daño; como que pueden generar inflación, desabastecimiento y tensiones
cambiarias para forzar una devaluación, martillando sobre el dólar como hace
cuatro años lo hicieron sobre el significante vacío “campo”.
Concepto que por entonces alineó en la protesta a vastos
sectores sociales condicionados por todo un imaginario cultural, en un fenómeno que
puede repetirse en el caso del billete verde; por décadas tradicional refugio de cierta
clase media con capacidad de ahorro (que no se pudo disminuir porque la crisis
aconsejó suspender la baja de subsidios), y vocación recurrente por el suicidio
en términos económicos.
En el 2008 la crisis mundial recién se
asomaba, y hoy se hace sentir con todos sus efectos, condicionando los márgenes
de maniobra de la política económica, y las tensiones al interior del campo del
oficialismo (que por entonces se expresaban en el “peronismo disidente”, y complicaban
al gobierno en el Congreso), hoy pasan por el conflicto con Moyano, y por ende
están fuera de la dinámica parlamentaria, donde el gobierno goza de mayoría
compacta en ambas Cámaras
Los caceroleros porteños representan a
sectores que en el fondo se sienten incómodos dentro de los cánones democráticos,
a los que los reclamos por la corrupción les proveen una formidable excusa para
legitimar sus verdaderos planteos: es poco creíble que verdaderamente se
indigne por el caso Ciccone o por la tragedia de Once gente que reclama poder
comprar dólares sin tener que declarar el origen de la plata con que lo hace, o
que sus campos sigan figurando por un valor que nada tiene que ver con la
realidad, para poder pagar monedas de inmobiliario, y de paso evadir otros
impuestos. Si fueran tantos y tan convencidos del valor de los principios, Carrió no hubiera obtenido el 1,82 % en octubre.
Del mismo modo el caso del celular de
Ottavis les proporciona una autoexculpación conveniente: cuando el kirchnerismo aplasta en las elecciones, es porque impera el clientelismo, cuando sanciona las leyes, es
porque corrompe opositores, ergo, podemos quitarnos los guantes y conspirar
contra el poder democrático a cielo abierto, sin tapujos ni complejos: ése sería el
razonamiento de ésta gente.
Sin embargo en su brutalidad (gestual,
discursiva y práctica) han perdido de vista un hecho elemental de la política:
el catalizador de la agresión externa (como
lo señalaba Perón, en “Conducción Política”) fortalece la unidad del campo
propio; y es lo que previsiblemente sucederá en el kirchnerismo si estos
ataques persisten: terminarán opacando las dudas, las inhibiciones que derivan en
“apoyos críticos” y los desmarques de los "progres" que -en el fondo-
no resisten demasiado tiempo ser oficialistas.
Es de esperar que no pase lo mismo con el necesario
debate interno, que -contra lo que dice el simplismo dominante-, es uno de los mayores signos de vitalidad del
kirchnerismo; donde hay además liderazgo,
voluntad política y mística y entusiasmo militantes, elementos que siempre se fortalecen en estas circunstancias; que explican su ya larga primacía en la política argentina, y que son imprescindibles para consolidar cualquier proceso de transformaciones.
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