En menos de una
semana la región se convulsionó por la crisis institucional de Venezuela, un
ensayo de reforma constitucional acordado por oficialistas y opositores entre
gallos y medianoche en Paraguay que derivó en revuelta popular y represión, y
un reñido balotaje presidencial en Ecuador, en el que los vencidos no reconocen
aún los resultados.
Buenos botones de
muestra de una realidad regional en la que no todas las situaciones
particulares de cada país son iguales o asimilables en su génesis y en sus posible
derivaciones posteriores, pero en las que sí hay claramente elementos en común:
convulsiones políticas e institucionales, escenarios de alta polarización
social y crecientes tensiones políticas; que marcan la diferencia de las
“democracias líquidas” de los 90’, a la agitación de los tiempos presentes.
Las instituciones
propias de cada ordenamiento constitucional interno, la vigencia y el respeto
por los derechos humanos, los acuerdos regionales, el sistema interamericano y
sus órganos, los resultados electorales y la transparencia de los comicios son
respetados o rechazados según el cristal con que se mire, o como le toque a
cada uno en la feria; señal de que esos marcos referenciales no han salido
indemnes de todo el proceso.
Es posible que la
interferencia de Estados Unidos en la región influya, pero -aventuramos- en
menor medida que los factores endógenos específicos de cada sociedad;
considerando además que no todos los países de la región tienen el mismo
interés estratégico para la principal potencia del mundo, y que sus políticas
para América Latina suelen oscilar entre el olvido absoluto y el interés
puntual en algún país en particular, por cuestiones generalmente vinculadas a
su política de defensa y seguridad exterior e interior.
Los modelos
económicos aplicados en la región (básicamente extractivistas, sobre la base
del aprovechamiento intensivo de los abundantes recursos naturales) tienen
claros límites que acotan sus posibilidades; y los populismos o fuerzas
progresistas (como se los quiera denominar) que han llegado al poder en los
primeros años de éste siglo han puesto más el énfasis en mejorar la
distribución social de los beneficios que generan, que avanzar en modificarlos
estructuralmente, aunque haya habido intentos en ese sentido.
Lo que trae
aparejadas todas las vulnerabilidades propias de ese tipo de modelos: cuando
(como está ocurriendo ahora) el ciclo alcista del precio de las materias primas
y los commodities termina, las consecuencias políticas son inmediatas: los
intentos redistribucionistas se ven limitados, y las opciones disponibles se
reducen
Si las fuerzas
políticas populares intentan avanzar en reformas más profundas afectan
intereses y crece la tensión política (como pasó en Venezuela con las
estatizaciones de empresas del chavismo, en Argentina con las retenciones
móviles a los cultivos principales del núcleo agro-exportador, o en Ecuador con
la reforma tributaria ensayada por Correa); y si detienen el impulso
transformador se debilitan, y corren el riesgo de caer.
Porque además la
tentación (ante la escalada de conflictos) de retroceder para conciliar está
siempre presente, y la asunción de aunque sea parte de la hoja de ruta
tradicional del neoliberalismo (como pasó en Brasil con el gobierno del PT, en
especial en el mandato de Dilma, y está pasando en Venezuela con las
“sociedades mixtas” que lanzó Maduro) siempre agrava los problemas, porque las
derechas perciben debilidad, y van por más; sin miedo incluso de disfrazarse de
nacionalistas para golpear a los gobiernos, como pasó acá con el acuerdo entre
YPF y Chevrón por Vaca Muerta.
Después aparece la
tensión siempre presente entre la verticalidad de los liderazgos carismáticos
(nota permanente de todas las construcciones políticas populares de la región)
y la organización popular “por abajo”, con todo lo que supone: cuáles son los
grados de autonomía que permite el dispositivo político en términos de debate,
iniciativa propia y grados de democracia interior. Las derechas -por el
contrario- responden a otra cultura política, funcionan con otros esquemas y anclajes, y suturan
rápidamente los debates internos, para conseguir sus objetivos.
Por no decir que al
igual que en otras sociedades contemporáneas (y quizás en mayor medida que en
ellas) en América Latina los términos del debate político están contaminados e
interferidos por los medios hegemónicos que construyen agenda y sentido, el rol
político de los aparatos judiciales (crucial en los casos de corrupción, reales
o inventados) y los movimientos del capital; a través de las mil y una formas
posibles de “golpes de mercado”, desde la fuga de capitales a la generación de
inflación de los formadores de precios, hasta las corridas bancarias pasando
por las presiones para flexibilizar las normas laborales, y facilitar los
despidos o rebajas salariales.
Las fuerzas
políticas populares que llegaron al poder en la región en los últimos años (tal
como le pasó al primer peronismo) enfrentan más tarde o más temprano el dilema
de generar procesos de movilidad social ascendente que se les terminan
volviendo en contra: con los casos (pero no los únicos) más connotados de Argentina y
Brasil como ejemplo, suelen ser formidables fábricas de clases medias
opositoras, que los enfrentan por demandas de “segunda generación” (el
transporte público, el acceso al crédito para vivienda, o la posibilidad de
ahorrar en divisas), cuando en esas mismas sociedades todavía hay vastos
sectores de la población sumergidos en la pobreza estructural; o prestos a caer
en la pobreza por ingresos, a poco que cambien las condiciones del ciclo
económico.
En sociedades
fragmentadas y agrietadas por la desigualdad como las de América Latina todo
eso contribuye a disociar en muchos casos la pertenencia social concreta de
cada uno, de la referencia culturalmente percibida o construida; y de allí al
voto en contra del propio interés (muy visible en el caso argentino), hay un
pequeño paso.
Pero lo que más
tensión crea es la profunda desigualdad económica y social (la región no es la más
pobre del mundo, pero sí largamente la más desigual), y la persistente
insistencia de las élites económicas de imponer (por medios legítimos o no) el
neoliberalismo y sus políticas como las únicas recetas posibles y racionales;
valederas para todo tiempo, lugar y contexto social.
Políticas que no hacen sino fragmentar aun más
nuestra sociedades desiguales, profundizando la exclusión de vastos sectores,
lo que además de condicionar la viabilidad de los modelos económicos (en tanto
deprimen el consumo y la demanda), termina aumentando las tensiones políticas y
debilitando a las democracias de la región; constituyendo su principal causa de
desestabilización.
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